la edición independiente de la rebeldía a la revolución





La edición independiente: de la rebeldía a la revolución 


Farah Hallal 



Una anécdota.
Cuando empecé a trabajar en Ediciones SM me sentí muy feliz porque por primera vez en mi vida me tocaba trabajar en exclusiva con algo que me gusta tanto: los libros. Pero empecé a dudar un día, todavía recién llegada, al escuchar a la directora comercial, una mujer que estuvo trabajando por más de diez años en Santillana. Ella aseguraba que prefería vender clavos que vender libros. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de lo complejo, y muchas veces frustrante, que era “el negocio”. Yo venía del mundo publicitario, en el cual, muchas veces lograbas cosas asombrosas con sólo pautar un anuncio de televisión o colgar algunos afiches. 




Puede que sea muy impetuoso dar inicio a mi intervención ventilando una pregunta que no para de dar vueltas en mi cabeza ¿qué nos mantiene atados al oficio de la obstinación? Editar de forma independiente puede llegar a tener más de una definición: nadar contracorriente, atacar por la espalda las finanzas personales, tocar la puerta de los amigos (una y otra vez), maldecir la crisis económica, soñar despiertos en la fila del cajero, hacer pulso con la realidad de los altos costos del proceso y la lenta salida que tiene lo que ofrecemos al mercado. 


¿Por qué hacemos lo que hacemos en vez de dejar el oficio y dedicarnos a vender clavos? ¿Lo hacemos como un acto de rebeldía? ¿Estamos en un momento de resistencia que mejorará con el tiempo? ¿Habría algún modo de revolucionar la manera de ejercer el oficio que mueve nuestra pasión?
A mi juicio, catalogar la edición independiente como un acto de resistencia o rebeldía no es algo ni nuevo ni local. Desde que Gutenberg cambió la forma tradicional de reproducción con la que se ganaba la vida, nuestro oficio se mantiene en resistencia. Y aunque el procedimiento para fijar y conservar el mensaje ha variado a lo largo de la historia, nuestro único desafío no ha sido el formato que tanta inquietud causa actualmente con el tema del e-book. Antes ya tuvimos retos más complejos, por ejemplo, la censura por razones religiosas y políticas que a los interventores del proceso les podía costar la vida. Quiere decir que antes del e-book, usamos piedras, huesos, conchas, papiros, pergaminos y papel. 


Con el tiempo también los tipógrafos se hicieron imprescindibles hasta que un día –sin más ni para qué- fueron innecesarios. Con la huelga del 8 de diciembre de 1962, promovida por la Unión Tipográfica Internacional que se oponía a la introducción de las tecnologías electrónicas, Nueva York estuvo cien días sin periódicos con pérdidas superiores a los 108 millones de dólares. Y sólo en 1983 más de 13,000 tipógrafos en Londres perdieron sus puestos de trabajo.1
¿Cuáles son los grandes desafíos que tenemos quienes soñamos con mantenernos en un oficio que, de ser tradicionalmente reconocido como ‘especializado’, ahora parece que corre el riesgo de caer en lo obsoleto? Con los programas de diseño, que permiten que el autor diagrame el libro en tres pasos y lo mercadee, venda y distribuya de forma digital, no sólo corre el riesgo de desaparecer la figura del diseñador y diagramador, también del editor y el librero tradicional. 


Y del tema de la distribución y los canales de venta no hablemos: algunos países están interviniendo económicamente tratando de contener el cierre de las librerías tradicionales.2 Pero francamente hablando, ¿eso hasta cuándo sería sostenible? 


¿Cuáles son las características que un espíritu revolucionario aportaría a nuestro trabajo? ¿Cómo aplicamos el concepto de la revolución a un oficio como la edición, que se mantiene en resistencia pero al parecer está en la antesala, si no de la muerte, por lo menos de la agonía? 


Es posible que esta situación que pinta un triste final la estemos viendo como un problema cuando realmente es una oportunidad para posicionarnos como expertos en lo que sabemos hacer. La clave no creo que sea solo disponernos para formar parte de este proceso de cambio. Me voy más allá: creo que los editores y los editores independientes deberíamos liderar este proceso de cambio. 


A modo de describir un poco la realidad en mi país, comento que el editor independiente no se ve como un pequeño emprendedor que dinamiza la economía. Y este desconocimiento de su propio lugar en la dinámica económica puede ser clave en el mantenimiento de un proceso de producción que no es auto sostenible. El editor independiente que no es consciente de que debe dar a su oficio una estructura para normar el funcionamiento o que debe tomarse el tiempo de sentarse a diseñar un plan de trabajo está condenado, por la improvisación, a llegar más tarde a su destino. Si es que tiene claro su destino.
(Andar a tus aires puede ser muy poético, muy artístico, pero desgasta y contribuye a no alcanzar un propósito). 


Y aunque parezca inocente, es éste el primer llamado que hago para revolucionar nuestro oficio: que nos detengamos a revisar lo que hacemos y nuestras motivaciones para que tengamos claro cuál es nuestra finalidad. Y me explico: no es lo mismo editar libros para venderlos, que editar un determinado tipo de libro que sirva como herramienta o instrumento para alcanzar una finalidad superior. Detrás de esta finalidad superior deberíamos andar cada día. Probablemente el tener claro esta gran finalidad y las estrategias mediante las cuales alcanzaremos este propósito, nos dejará claro innumerables tipos de acciones cuyos ejes transversales nos ayudarán con menor esfuerzo a conseguir más y en menos tiempo.


Y es que la edición independiente puede verse de muchas maneras. Como un negocito familiar, como una pasión tipo hobbie, como una fuerza capaz de lograr grandes propósitos y como lo hice yo al principio: como un acto de rebeldía. Casi como una protesta social. 


Un día sentimos la necesidad de hacer justicia por nuestra propia mano y acabamos rebelándonos todos contra un gran sistema comercial. Un sistema que nos dicta quién tiene derecho a publicar qué contenido; que decide a qué se le da resonancia en la prensa y, por supuesto, influye en qué es creíble y qué no. Entendemos que quien tiene poder mediático incide en el pensamiento, las creencias, las ideas, los valores y la opinión de las personas. Contra eso nos levantamos nosotros una y otra vez y deberíamos estar conscientes de eso.
En el caso de las editoriales independientes, como en todo medio que quiere ser verdaderamente autónomo, se le hace difícil sobrevivir. Los periódicos y las televisoras se sostienen gracias a los anunciantes, que a su vez responden a intereses particulares. A los libros de espíritu independiente… ¿Quién los patrocina? ¿Cómo se sostienen? ¿Quién los compra? ¿Quién los vende? Porque además los editores independientes generalmente –como decimos en mi país inspirados en el beisbol- jugamos en todas las bases. Somos editores, correctores, comerciantes, gestores culturales, maestros de ceremonia, choferes, impresores, encargados de relaciones públicas… entre otros muchos oficios útiles al momento de echar a andar una publicación. 


Para dejar de funcionar como espíritu en resistencia y empezar a plantearnos cambios de fondo, me parece esencial que profundicemos, tomando en cuenta la naturaleza de nuestro oficio y la razón de ser de nuestro sello, sobre cuál es el papel que estamos jugando vs cuál es el papel que nos corresponde jugar, no vayamos a estar repitiendo en menor escala lo que las grandes editoriales hacen a gran escala (eso está muy visto en mi país). Mi propuesta es que empecemos analizando si nuestro deseo último es acabar convertidas en grandes editoriales; aspirando no sólo a su poder económico y político, sino a participar de la dinámica comercial apropiándonos de sus valores y creencias. 


Investigando qué piensan las grandes editoriales españolas, me encontré con una gran sorpresa. La de ver que las editoriales con respaldo económico hoy se hacen las preguntas que los editores independientes nos hicimos siempre. 3 Ahora ellos están interesados en: 


1. Conocer a los lectores y sus preferencias: detenerse en la investigación y segmentación del público objetivo. Esto confronta su tan conocida cultura de publicar libros de famosos para invertir menos en posicionarles. 


2. Recuperar el lector, es decir no conformarse con vender. Esto sugiere relaciones a largo plazo y el implemento de actividades fuera de los puntos de venta. Actividades dirigidas menos a los consumidores y más a las personas. 


3. Publicar menos novedades y hacer un trabajo de más profundidad. 


4. Detectar buenos libros incluso cuando sus autores son desconocidos. 


5. Abrirse a géneros o temáticas distintas. 


6. Salir a buscar a los autores de libros interesantes entendiendo que no todos se acercan a la editorial. 


7. Hacer sostenible el sector (no solo la editorial que diriges). 


8. Proteger y dar vida a los canales de venta tradicionales: las librerías. Identificar nuevos canales de venta. 


9. Mantener la promoción innovadora y difuminar la frontera de nuestro trabajo. 


10. Perseguir un ideal superior y posicionarnos como editores confiables no solo para el consumidor también para los autores. 


Muchas de estas prácticas el editor independiente ya las ha intentado, que conste que sin contar con respaldo económico y, en consecuencia, sin recursos humanos. Entonces si ya probamos eso ¿Cómo podríamos nosotros mejorar nuestro quehacer? Creo que para lograr una práctica revolucionaria en nuestro oficio no hay una fórmula puesto que cada editorial tendrá su razón de ser y su proceso de cambio será único y acorde a su finalidad. Y aunque nuestra motivación no sea comercial, nos interesa que nuestros libros sean producidos, distribuidos, comprados y leídos. 


Y no hay fórmula porque lo que le vale a un sello especializado en editar literatura infantil inspirada en niños con discapacidad o capacidades especiales, no es lo que le será revolucionario a una editorial cuyo propósito sea dar a conocer literatura en lenguas a punto de desaparecer. Ni siquiera es un asunto de qué hacer, sino de cómo hacerlo. Y creo que lo que más cuesta es disponerse a enfocarse en un tipo de literatura o libro porque nuestra idea de libertad está muy asociada a “hacer lo que me venga en gana y publicar lo que quiera”. A cada uno de nosotros nos tocará definir el enfoque de nuestras prácticas.
En tal sentido, un editor independiente con espíritu revolucionario debería: 


1. Estar preparado para promover el cambio 


2. Estar comprometido con el cambio 


3. Estar abierto a nuevas ideas 


4. Estar consciente del cambio 


5. Liderar este proceso de cambio 


Pues definitivamente hay muchas maneras de lograr lo mismo. Y teniendo al margen el qué haría cada uno de nosotros, he llegado a la conclusión de que el futuro del editor independiente podría ser la conformación de comunidades editoriales y culturales colaborativas. 


Cuando pienso en un editor independiente mi cerebro recrea a alguien trabajando solo. Y lo último que una persona revolucionaria haría sería trabajar sola. Y no estoy hablando de alianzas estratégicas puntuales. Estoy hablando de la conformación de fuertes comunidades colaborativas con otros editores independientes de manera que se sumen fortalezas y se disminuyan las debilidades. Porque si tú eres bueno editando y yo elaborando planes de comunicación, las probabilidades de tener aciertos crecen. Si tú distribuyes en cinco provincias y yo en las otras cinco, los libros de ambos sellos, pues los costos operativos bajan y la distribución es más efectiva. 


Mi sugerencia es pasar de la asociación puntual a la alianza estratégica identificando bajos costes de producción, aprovechando la transferencia de capacidades de doble vía, identificando y buscando soluciones a problemas comunes, sirviendo como sedes que favorezcan la distribución en otras latitudes sin necesidad de mayores gastos operativos; que espacios como Edita además de servir para socializar ideas, sirvan para hacer funcionar mesas de trabajo con planes comunes colaborativos donde se aproveche la experiencia de sus miembros y se fortalezcan las debilidades de unas con el resultado de las experiencias de otras, que se impulse la integración en nuevos mercados estos sellos editoriales que se les haría muy cuesta arriba introducirse de otro modo por los altos costos que supone la investigación, los billetes aéreos, entre otros.
Revolucionar la forma en la que venimos trabajando puede ser la clave. Y esto amerita un espacio aparte para profundizar en la composición particular que tendría esta comunidad colaborativa que serían tan diversa como diversa sea la finalidad de cada una. ¿Te imaginas que en vez de que tres editoriales literalmente se maten por un mismo blanco de público, estas tres editoriales independientes identifiquen su finalidad última, en base a eso determine cada una su segmento de mercado, diseñen su plan de trabajo y se ayuden a alcanzar estas metas? 


En mi país empezamos con la comunidad colaborativa Y también soy palabra. Artistas de diferentes disciplinas nos estamos apoyando para alcanzar metas comunes que trascienden a nuestros intereses particulares. Todavía es muy temprano para hablar de metodología y resultados pero lo cierto es que ha sido una experiencia interesante que nos hace ver que esta distribución del trabajo, incluyendo a la misma comunidad como un actor importante, nos ayuda a alcanzar aspiraciones más nobles. 


Creo que el futuro de las editoriales independientes, como el del ser humano, es la unidad. Ya en Chile y otros países hay algunos ejemplos de editoriales que han dejado de gastar energías para pelearse por el mismo segmento de mercado, y en vez de eso unen sus fortalezas y recursos para alcanzar metas comunes a largo plazo. No tendríamos la libertad de actuar con la rebeldía y el desenfado instantáneo que muchos de nosotros gozamos y celebramos, pero podríamos, con cierto orden y estructura, conseguir ideales superiores. Sería cosa de preguntarnos si estamos realmente abiertos al cambio de paradigmas o si ser independiente es lo mismo que andar solo. 


Muchas gracias

Fuente: Edita 2013

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Presentación de Sitiales salvajes del mundo de Rubén Montaña


Presentación de Sitiales salvajes del mundo de Rubén Montaña

             Por Federico Zurita Hecht


No estoy seguro de si lo primero que deba decirles hoy es que, tras leer Sitiales salvajes del mundo de Rubén Montaña, tengo miedo. En cualquier caso, aunque no deba, por el bien de esta fiesta de la literatura, ya lo acabo de decir. Y pudo agregar, con el riesgo de arruinarles aun más el ánimo en esta celebración, que eso es culpa del mismísimo Rubén Montaña.
Voy a tratar de explicar esto del miedo y luego posiblemente salga huyendo. Aclaro primero que el libro Sitiales salvajes del mundo me llevó a viajar por zonas imposibles por lo exuberante de los acontecimientos que ahí suceden. Cualquiera de ustedes podría pensar entonces que tras reconocer esas zonas como imposibles no habría razón para que yo tuviera miedo. Pero lo tengo. Y vuelvo a repetir que es culpa de Rubén Montaña. Ya explicaré por qué me empeño tanto en culparlo y quizás entendamos que, en este caso, “culpable de” significa “responsable de”. Sucede que esas zonas imposibles (el camino a Retrocal, una casa en Dumbar a fines del Medioevo, una montaña en Alemania, un pueblo sin campana, otro pueblo cercano al río Aniene al comienzo del Medioevo con dislocaciones del tiempo y otro pueblo más al sur de Chile), esas zonas imposibles, formuladas por un sigiloso mecanismo textual, pueden presentársele al lector como zonas familiares, reconocibles porque las hemos habitado y hemos sido expulsados de ellas (o encerrados en algunos de sus rincones, lo que constituye, creo yo, una forma de expulsión). Entonces, mientras leía (aunque advierto que dije que tengo miedo), no pude parar de sonreír.
Se trataba de una risa nerviosa, asustadiza más bien. Reía para contener el miedo que Sitiales salvajes del mundo me regalaba. Vamos al texto. El narrador de “Los asesinos indulgentes” dice: “me encontraba con las extremidades amarradas al colchón tirado en la cocina. Siento un gran dolor en la cabeza, registro de golpes que fueron capaces de enmudecerme para que no me diera cuenta de lo que pasaba” (20). Más adelante agrega: “a mí me tocó en la noche de San Juan, aquella noche en que los cuerpos vivos o no, vuelan a través de las ventanas […]. La única forma que el cuerpo perdurara para ser reutilizado en los actos sangrientos, es embalsamándolo como maniquí luego de muerto” (21). Entonces deseé lo mismo que el narrador antes de que todo esto sucediera: “[d]eseaba con ímpetu largarme de este lugar, sacar las cosas de la habitación y, por último, pasar el resto de la noche en la playa” (17). Con lo que dije antes sobre esta reciente cita, es posible comprender que el miedo del lector es semejante al de los personajes. Luego explicaré que esto tiene una gran importancia en la estrategia del libro de Montaña. Prosigo con las imágenes por ahora. En “La temerosa altura” se lee: “El abuelo estaba vivo, recostado en una silla, más flaco y viejo que la muerte, con las manos apretadas y la boca reseca de tanto miedo masticado sin poder tragarlo. No murmuró ninguna palabra, sus ojos tenían el brillo de la calma conservada en el encierro, y estaban tan abiertos como si alguien le hubiera cosido los párpados hasta la frente” (32). En “Una campaña mortuoria” se lee: “Para ellos, la medicina y los médicos fueron el rostro de un muerto traído a espantar y socavar” (64). Esta es sólo una pequeña muestra.
Pero una risa asustadiza no es realmente aterradora si no reparamos en que la causa del miedo del lector sabe esconderse de las vestiduras de lo que entendemos como bien y mal y disfrazarse finalmente de uno u otro sólo para engañarnos, o de ninguno, a la hora de presentarse como violencia. Y sucede que cuando no es posible advertir la lógica de la circulación de la violencia a partir de las relaciones de bien y mal, el miedo es lo único que queda. ¿Es el que violenta o el que es violentado el que está asustado? Tal vez ambos. Y quizás eso origine más violencia. Aquel asunto que relaciona al miedo y la violencia, sin saber cuál es el que origina al otro, está presente en Sitiales salvajes del mundo como múltiples paradas a las que es imposible hacerles un rodeo. Por tanto, los personajes que crea Rubén Montaña están entre golpear o ser golpeados, entre atacar o defenderse, entre huir o quedarse encerrados, entre aterrorizar o ser aterrorizados. Ciertamente, algunos huyen y viven como expulsados. Otros son encerrados y también viven circunstancias similares. Veamos. En “Los asesinos indulgentes” leemos “Algo raro, cierta intriga en el aire me llevó a dudar, tomando en mí un aspecto de extranjero; uno que en verdad no entendía nada de esto” (13). En “La temerosa altura” leemos “Un día desapareció el tío abuelo Erwan Griffin de la ciudad de Dumbar” (23). En “Las hebras y los herederos” leemos “Soy una especie de habitante timorato ahora, cuando estando en la ciudad de mi primera sangre, parecía un extranjero pisando las tierras de tantos otros dueños a lo largo de la historia” (36).
Retomo, entonces, el asunto del que hablaba hace un momento sobre mi sensación como lector semejante a la del narrador de “Los asesinos indulgentes”. Repito la cita: “[d]eseaba con ímpetu largarme de este lugar, sacar las cosas de la habitación y, por último, pasar el resto de la noche en la playa” (17). En este vínculo que establezco entre lector y personajes opera el mecanismo por el cual el lector es arrastrado a ese mundo que inicialmente se presentaba como propio de zonas imposibles por su exuberancia. Las zonas imposibles, entonces, se vuelven zonas familiares, y esa exuberancia impensada se convierte en exceso cotidiano. Queda explicado, entonces, por qué estas páginas me hicieron sentir miedo.
Nada de esto me lo estoy imaginando. Yo no estoy inventando. Todo lo que estoy sugiriendo está tomado del texto de Rubén Montaña, de su configuración estratégica, pienso yo. Por esta razón, al comienzo, me empeñé en culpar a Montaña por mi miedo. Pero se necesita explicar algo más para que este asunto quede claro. Sucede que pienso que Rubén Montaña, más que un autor, es una actitud textual. Rubén Montaña es una necesidad paratextual que imponen los seis cuentos de Sitiales salvajes del mundo. Es un mecanismo que produce significado. Pero también es otra cosa. Ahora lo explico. Para hacerlo, tengo la necesidad de incorporar otro concepto y demarcar la participación de otro que acabo de usar. Efectivamente antes dije que Sitiales salvajes del mundo se constituía como un mecanismo y tal afirmación nos sirve para reconocer la estrategia de estos seis cuentos en su individualidad y su interrelación. Pero también puedo decir de él que es orgánico. Mejor explicado: Rubén Montaña es un texto y este texto es orgánico, como un tal Rubén Montaña que podría estar sentado aquí a mi lado o como un universo social del que participa Rubén Montaña, su libro y todo aquel que sienta miedo cuando lo lea. Quiero decir que Sitiales salvajes del mundo se corporiza aquí junto a mí, se hace real, y explica su condición de existencia seguramente huyendo a la exuberancia o siendo atrapado (encerrado, como en un exilio interior) por la verdad que hay en esa exuberancia que finalmente se ha vuelto familiar.
No es casual entonces que Rubén se apellide Montaña, que es donde este elemento orgánico huye o es encerrado, y desde donde finalmente puede mirar la exuberancia, los excesos de la violencia que ocurre allá abajo. Acá, diríamos nosotros los lectores. A la montaña, entonces, Rubén Montaña huye (a retratar la violencia) y simultáneamente ataca (al lector) con el arma del miedo. Desde la altura tiene una perspectiva privilegiada, y en los índices de ocurrencia de la violencia en la bastedad de lo visible, se justifica la condición de realidad de lo excesivo. Sitiales salvajes del mundo nos invita a mirar nuestro mundo y sentir miedo por eso.


*La presentación se realizó el día jueves 9 de mayo de 2013 en la casa central de la Universidad Alberto Hurtado. 

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CUATRO RESEÑAS DE POESÍA [Por Alejandro Godoy]


Arrastro tras de mí los cadáveres de todas mis ilustraciones,
de todas mis vocaciones perdidas. 
Julio Ramón Ribeyro

Lumbral, de Antonio Guajardo.
Para Rilke una obra de arte es buena si ha surgido al impulso de una intrínseca necesidad y en este su modo de engendrarse radica el único criterio válido para su enjuiciamiento. En esta noción me apoyo para escribir acerca del libro Lumbral (Editorial Pfeiffer, 2012) de Antonio Guajardo, donde surge precisamente la doble necesidad de encontrar un nombre propio y expresar en la escritura el abatimiento ante tal carencia. Cito a Guajardo en el poema “Los cuatro hombres”: En la sombra del hombre me reniego / del hombre que no tiene luz ni nombre (P.28) - leve guiño a el poema “El Regreso” de Mistral: y nombre nunca tuvimos / porque los nombres son del Único-.  Marchant en su texto “¿En qué Lengua se habla Hispanoamérica?” refiere a la importancia de que Hispanoamérica alcanzara un nombre propio, se hablase desde sí misma, para la consolidación de una identidad cultural. En el caso deLumbral, revelarse contra el nombre en busca de una historia propia hace que la carga de cada palabra se revista con experiencias particulares de su autor. Así como Mistral tomó la palabra Desolación para entenderla como descubrimiento e imposición “después de la muerte de un anterior Dios y el silencio de escritura que a esa muerte sigue”, Lumbral, palabra inquietante por su relación conceptual, no busca en ningún momento figuras facilistas como se ve en gran parte de los autores contemporáneos, sino que el poema se sitúa –escena de la madre en el poema “Hija de la Luna”- en el impulso a las palabras, en la necesidad que se presenta forjando una métrica al servicio de la experiencia que engendra la escritura y el ímpetu surgido ante el hecho de que se haya arrebatado una identidad, donde sextinas, coplas, haikús construidos de manera perfecta, se enuncian eclipsando el carácter espectral al huir de los fantasmas que habitan el poema.

Exhumaciones, de Yeny Díaz.
Poco, por no decir nada, dicen las palabras de Roberto Onell acerca del libro Exhumaciones (Camino del Ciego Ediciones, 2010) 
de Yeny Díaz Wentén“Exhuma ritualmente voces conmovedoras” “elegías por la violencia estatal” “modo cantor y versos episódicos”, palabras que en su más amplio término no dejan de mostrar la incapacidad de lugares como la Revista de Libros de El Mercurio para valerse como espacios trascendentes de reflexión y crítica literaria. EnExhumaciones, se despliega una voz que rescata en la oralidad la historia no reconocida resguardando la interrupción del retorno y el lenguaje que lo registra desde la pérdida o la imposibilidad del tiempo otorgado que nos da a pensar en un posible olvido: Dios nos dio la espalda, escribe Yeny. El texto la palabra soplada, del libro “La Escritura y La Diferencia”, nos podría dar un primer acercamiento a la problemática tratada por Díaz. Cito a Derrida: la muerte es una forma articulada de nuestra relación con el otro. Yo no muero sino del otro: por él, para él, en él. Mi muerte es representada. En el momento de la muerte -así se expresa a lo largo de todo el libro-, hay un otro que nos despoja de nuestra vida. ¿Y quién puede ser el ladrón sino ese gran Otro invisible, perseguidor furtivo que en todas partes me dobla, es decir, me repite y me sobrepasa. La idea de Dios como el nombre propio de lo que nos priva de nuestra naturaleza y nos da la espalda se ve reflejada en la sección “Animitas” -cercano al trabajo que nos muestra Formoso en “el cementerio más hermoso de Chile”-, demostrando que el libro Exhumaciones es el compromiso de una de las escritoras más atrayentes en cuanto a propuesta y cuya madurez escritural expone en gran parte la promesa de desarrollar una poética proporcionada por la experiencia que asciende a partir de un juego entre presencia o ausencia. 

Naturaleza Muerta, de Guido Arroyo.
Quizá Naturaleza Muerta (Ediciones del Temple, 2011), de Guido Arroyo, nos da una explicación de la poca relevancia que tuvo su autor dentro de la generación en que habitualmente se le cataloga. El mismo intento pseudoteórico y las referencias ya trabajadas con mayor o menor profundidad parecieran comerse cada uno de los textos donde nada de original se ve salvo la instalación de un lugar más bien inoportuno; un intento funestamente pretensioso que no constituye ningún aporte a este anecdotario preso de lo pueril. Gran parte de los poemas están marcados por una banalidad que abusa del recurso panfletario y a ratos llegan a demarcar en lo cliché: de mis sentidos sólo quedan cenizas, o, nada ocurrió con los niños que fuimos / postularon a una beca o se colgaron de madrugada, versos en los que el ensayo de una precaria ironía demuestra la falta de voz propia. No dejan de ser pintorescas las palabras de Polanco –por omitir el tedioso tratamiento en el texto de Henrickson- al escribir dentro de la presentación del libro: “Hay un tono abigarrado, saturado de hablas e información”, lo cómico es que Polanco no deja de tener razón al presentar el libro: más que jugar con la idea de un vació constitutivo en el poema, el facilismo en torno a la noción de Arte que se desarrolla denota la nula afectación de un sujeto domesticado por referentes más grandes. La falta de pulcritud se torna inaguantable más allá de la superflua afirmación de que el empleo de la cita configure una opción política. Lo que más se extraña al leer el libro es la operación de remontar a través del trabajo simbólico hacia el origen mismo de la simbolización, hacia la procedencia arcaica del lenguaje- operación a la que Pablo Oyarzún se refiere en Regreso y Derrota al introducir el concepto de anasemia tratado por el psicoanalista Karl Abraham-. Naturaleza Muerta pareciera ser un libro escrito con aires de intelectualismo abaratado, donde hasta el chantaje sentimentalista en los versitos de Schmidt, Cajales, etc. (cuyos libros sólo pueden servir como abono para fertilizar nuevas propuestas y ejemplificar la manera de cómo no acertar en un proyecto poético), o las pobres y necesitadas reseñas de Lavquén resultan más interesantes de leer.

Pedernal, de Natalia Rojas.
Esta es la mano que me hace transitar, dice Natalia Rojas en su plaquettePedernal (Cuadro de Tiza Ediciones / Vox, 2011), donde la mano al escribir está erosionada y repite la imposibilidad de testimoniar la articulación presencia-ausencia que se deforma en el tejido del poema. Severo Sarduy en sus ensayos teóricos define el barroco como una gran hipérbole donde los elementos de la naturaleza han sido disociados. Así, en Pedernal, los elementos se disocian con el transcurrir de los significantes en el texto. La escritura es cosa radical en un cuerpo articulado donde los neologismos se encristalan para representar la búsqueda de un nuevo phatos y donde el contenido que abarcan no está en su mayor parte dentro de la conciencia del sujeto que escribe. Javier Bello define Pedernal como un libro sobre el duelo: “sobre el propio duelo, lo re-velado se transforma aquí en el velar –con un cirio– ese cadáver que sustenta toda apropiación simbólica, y que aquí resulta el cuerpo mismo de quién habla, de quien escribe”. La palabra expone un cadáver que establece en la frontera del recuerdo un residuo, donde regresar al símbolo primero es reticular en el lenguaje a modo de ofrenda una de las partes del cuerpo que está mutilada. En pedernal el viejo rito de recolectar ramas y posteriormente quemarlas a modo de venganza muestra un crimen arcaico que se ha cometido, la mancha se ocupa de desnudar lo que ves en el fuego y en la voz de los elementos. Pedernal, es ante todo, una propuesta cargada de fuerza e impacto estético que demuestra gran manejo de Natalia Rojas en la escritura.

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